por Dahiana Echeverry Rodríguez

En un rincón del sur de España, narra su historia Fuensanta Gil Fernández como si tejiera un tapiz de recuerdos y emociones. Pocos la llaman por su nombre. Para la mayoría es Santi. Así la conocen. Miembro de una familia numerosa malagueña, siempre sintió el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Once hermanos. Su padre, hijo de militar, mantenía su mano firme sobre la familia. Autoritario. Fue ella quien, desde temprana edad, asumió el cuidado de sus hermanos. Junto a su madre. Tareas estas que no le correspondían por edad pero que la convirtieron en pilar de su hogar.

Santi vivió bajo la sombra de un padre autoritario y una sociedad que privaba a las mujeres de muchas libertades. Mandados, tareas domésticas y cualquier necesidad que surgiera. Aprender a coser se convirtió en la válvula de escape de su realidad. Con apenas 15 años dejó el colegio para trabajar en uno de los grandes almacenes de la ciudad, una versión modesta del Corte Inglés.

Pocos años después, conocería a quien fuera su esposo. Matrimonio que, sin embargo, no trajo la felicidad esperada. Se casó “por salir y entrar“. Un intento de escapar del ambiente opresivo de su casa. Pero el destino le tenía preparadas nuevas dificultades. Su esposo se fue a cumplir el servicio militar. El matrimonio, que nunca fue idílico, terminó tras 22 años con una separación amarga. Convivencia imposible. Solo le dejó una hija y un hijo, a quienes siempre ha mostrado su cariño incondicional.

Santi se vio obligada a regresar a la casa paterna. La situación se tornó insostenible, agravada por el alcoholismo de su padre.

La soledad en Sierra de Almogía

En medio de esta situación caótica, Santi conoció a un hombre 20 años mayor que ella. Taxista. Aunque no resultara ser la mejor compañía, le ofreció refugio temporal. Se mudó con él a una sierra en Almogía. Lejos de todo. De todos. Hasta de sus hijos, adolescentes en ese entonces.

La convivencia con el taxista no fue sencilla. Tanto control y opresión sumió a Santi en la profunda soledad. Sin embargo, encontró consuelo en su trabajo como cuidadora de adultos mayores, labor que daba sentido a su vida en medio de tanto dolor. Durante cinco años cuidó a una vecina que, al fallecer, le dejó su casa como agradecimiento. Solo que el ayuntamiento de Málaga sigue sin reconocer esta donación. A día de hoy, Santi se encuentra inmersa en una lucha legal por el derecho a la vivienda que, durante años, ha sido su hogar.

A pesar de su fortaleza, Santi se sintió traicionada por un sistema que parecía diseñado para oprimir a las mujeres. Una lucha legal por el derecho a la vivienda. Una sociedad que parecía colocarse junto al más fuerte. El más rico. En medio de esta lucha, Santi encontró una amiga en Elena, trabajadora de INCIDE, quien, sin saberlo, se convirtió en fuente de esperanza.

El refugio ante el dolor

El rostro de Santi se ilumina al hablar de su experiencia en INCIDE, una organización que encontró en uno de los momentos oscuros de su vida.

«Yo vine desahuciada. Estaba muy mal y Elena, sin darme cuenta, me ayudó. Mientras no tenía para comer, me dejaba cosas. Nunca lo había pedido pero estaba siempre. Empática. Me ayudó a integrarme. Entonces empecé a acudir a la asociación todos los días. Una obligación que me hice. Experiencia de la cual he aprendido mucho», dice con voz rota.

Santi recordó con gratitud cómo Elena organizó un viaje a Valencia para ella y otras dos mujeres, con el propósito de mostrarles que no estaban solas en su lucha. «Eso me satisfizo mucho. Nos hizo confiar mucho en ella. Habrá cosas en las que estoy de acuerdo con ella y otras que no, pero así la amistad. Eso es muy importante», dice.

Para Santi, INCIDE se había convertido en una familia. A diferencia de la que le tocó, aquí se sentía acogida, comprendida y apoyada. Desayunan juntos. Lo entienden como terapia. Comparten sus experiencias. Buscan soluciones. 

«Cuando me vi obligada a quedarme en cama por enfermedad, siempre estaban. La videollamada me levantó mucho. Eso fue este año, en octubre. Me ayudó mucho. Al otro día de darme el alta, fui para las

clases. Me siento acogida. Tengo muchas cosas por las que sonreír ahora. Muchas chicas vienen aquí y me alimento de las charlas de igualdad. Nos retroalimentamos», afirma.

En INCIDE encontró un propósito renovado al estar rodeada de mujeres que, como ella, han luchado contra la adversidad. Es escuchada. Tiene voz. Es un refugio ante la apatía de la sociedad donde pueden ayudar a otras personas a encontrarse. Compañeros y trabajadores no, es la familia que ha elegido.

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